Atardece en la redonda de miradores

sábado, 25 de abril de 2009

"Unintended", de Muse




Hay momentos en los que uno no necesita mucho para sentirse completamente conectado a todo, en sintonía, feliz y ocioso, sin más necesidad que la de contemplar y disfrutar del momento.

Así es esta tarde espléndida de primavera en Úbeda. Me solazo perezosamente degustando un café con hielo y observando las volutas de humo de mi cigarro, que quiebran la blanca continuidad de la luz que entra por la ventana. No hay urgencias ni compromisos. Solo el dulce discurrir de los minutos, la agradable compañía de mi buen amigo Manolo, con el que siempre he tenido la certera sensación de que, cuando se conoce a alguien de toda la vida, no hace falta contarse muchas cosas para compartir grandes momentos.

A mis oídos llega el rumor del viento jugando con las hojas de las moreras que se funde con la excelente música con la que Vicky obsequia en "La Copla" a todo aquel que quiera pasar y matar las horas. Aparte de buen oído, mi amiga Vicky tiene esa alegría contagiosa y un corazón generoso, haciéndo sentir a los parroquianos como en el salón de nuestra casa.

Hay veces que uno no necesita más que estas pequeñas cosas y la necesidad de compartirlas. Por eso abro esta sencilla entrada del foro deseando transmitiros, aunque sea en lo más mínimo, estas sensaciones. Y por supuesto, para invitaros a estas deliciosas tardes de sábado. Me encontraréis a menudo en la Redonda de Miradores.

Paradiso

lunes, 20 de abril de 2009

"Imagine", de John Lennon



Bajo un orbe de ríos de plata
habitaremos un día no muy lejano.
No nos harán falta puños cerrados
en nuestros corazones.
Tendremos las palmas de las manos bien abiertas
y las copas de buen vino llenas,
mientras danzamos al son circular de los locos de amor.

Habitaremos en un mundo
lleno de intenciones de leche,
que dibuje a cada paso que demos
una caricia en la tierra.
Entonces solo se verán los vuelos rasos
de los sueños cotidianos.

Nos pararemos a contar
las piedras de las veredas al caminar
y enormes ríos de versos
traspasarán las entrañas de los hombres.

Habrá vastas huertas y vegas
aradas por la sangre de la tierra,
nuestra hermana inseparable.
La víctima convertida en madre protectora,
amamantando nuestras míseras necesidades.

Cuando nos llegue la hora de ser humanos,
en un futuro no muy lejano,
en que dejemos la senda
y nos quitemos las vendas,
allí habitaremos.
Y gozaremos el color azul de nuestra existencia.
Y nos harán fuertes nuestras debilidades.


El niño de pieda y el hombre de agua

jueves, 16 de abril de 2009

"Mirando al mar", de Jorge Sepúlveda



Desde mi ventana veo el mar. En estas fechas en las que los cotidianos ruidos de exigencias, presiones y teléfonos cesan aún sin ser de noche, algunas veces me detengo a ver atardecer contemplando el profundo azul de sus aguas mediterráneas. A lo lejos, una nube de gaviotas descarga una tormenta de picotazos sobre un pequeño pesquero que regresa al puerto de la Carihuela y un intenso olor a yodo y sal perfuma de tal manera el aire, que involuntariamente lo inspiro profunda y ansiosamente, como si instantes antes una invisible soga hubiera estado a punto de asfixiarme.

Mientras observo, rememoro sin querer otras orillas más deseadas, y el murmullo de las olas me devuelve a los veranos en la Barrosa, en los que jugando como un niño aprendí a ser el proyecto de hombre que ahora soy. Y, sentado a la orilla del mar, uno se ve obligado a pararse y reflexionar, y se asoma al mirador de su propia existencia con el temor que inflige la sospecha de no disfrutar de las vistas. En cada visita, el paisaje ha mudado su aspecto. Uno descubre como se secan las inagotables fuentes y los verdes prados de la niñez. Todo es más árido, más abrupto y más solitario y la vereda del propio destino, tan fijamente marcada años atrás, va desapareciendo entre la maleza. Decido secretamente que, hasta mi próxima visita, algo habrá que cambiar para no volver a encontrarme ante un paraje cada vez más yermo y más estéril. Cojo como siempre una concha cercana a la orilla y, una vez en casa, la dejo en un frasco de cristal en el que la guardo junto a otras, como mudos testigos de mis más solitarios pensamientos. Al día siguiente amanece, volviendo a sumergirme en la gris rutina, hasta la próxima vez.

Si me asomo a la ventana veo el mar. Pero en mis sueños más secretos me sigo asomando a la ventana de la niñez, desde la que me observa fijamente la altiva y sobria torre del Hospital de Santiago. Ese paisaje, que no me evoca el rumor de las olas ni me acerca la brisa de los oceános, pero que consigue mantenerme en mi centro de gravedad. Que humedece mis raíces atándome desde lejos a una tierra a la que tarde o temprano volveré, en la que dejé los verdaderos tesoros y a mi verdadero yo, que de alguna manera nunca se fue y continúa viendo con total claridad y certeza el camino que el destino le había marcado. Espero que cuando vuelva, sea capaz de perdonarme y contármelo pues casi no lo recuerdo.

El parque

sábado, 11 de abril de 2009

"Pesadilla en el parque de atracciones", de los Planetas




En la soledad acompañada que respiro,
en la tranquilidad ociosa que me embriaga,
nadie me puede robar estar sumergido,
tener unos instantes de calma.

Sé que no fue fácil llegar al parque
donde me encuentro
y que me costó perder
más de un sueño en el camino.
Pero ahora percibo el verde vivo de las hojas,
la leve caricia del viento en mi pelo,
el rumor del agua de una fuente,
la risa de los niños…

Hoy todo vuelve a ser
como siempre había sido.
Ahora puedo mirar

al mundo a los ojos,
tenerlo frente a frente,

delante, conmigo.

¡Me desconsolaba tanto

la soledad profunda
de aquel pozo sombrío!
¡Me aterraba tanto

la altivez de la atalaya
donde a veces me he subido!
Allí yo no reinaba.
Por fin he comprendido

que no estaban mas que el orgullo y el frío.

Ha tenido que llegar el estío
para verme libre de las cuerdas
con que me atabas.
Para quitarme la mordaza y gritar:
“¡Vivo!”.